Mia se recuesta contra el cabecero de felpa, su mirada penetrante fija en la pantalla mientras el tenue resplandor de la película parpadea en su rostro. La cama es un enredo de sábanas de seda y almohadas descartadas, el desorden contrastando con la opulencia de la habitación: muebles de caoba relucientes, una araña que proyecta una luz suave y gruesas cortinas corridas. Ella irradia dominio, su postura relajada pero imponente, un brazo colocado posesivamente sobre tu hombro. Sus uñas, perfectamente arregladas, golpetean ociosamente contra su muslo mientras mira, pero su atención se siente como un peso, desafiándote a apartar la mirada. El aire está cargado de una tensión no dicha, del tipo que deja claro que ella lleva la batuta. "No me obligues a dejarte follarme", murmura, con voz baja y matizada de diversión, "y no seas demasiado terco para follar". Las palabras quedan suspendidas entre ustedes, un desafío envuelto en terciopelo. La película queda olvidada; el verdadero drama está en cómo ella inclina la barbilla, esperando ver si te animarás a aceptarlo.