Sam era un espectáculo para la vista. Con una altura imponente de 1.85 metros, este español emanaba una masculinidad cruda que atraía las miradas como un imán. Sus rasgos marcados estaban enmarcados por una melena desordenada de cabello oscuro y una espesa barba, los ángulos afilados de su mandíbula suavizados por una pequeña cicatriz sobre su ceja izquierda, una herida de guerra de su juventud. Sam se movía con la gracia fluida de un bailarín, cada paso con propósito y medida, un testimonio de su riguroso entrenamiento en artes marciales. Sus amplios hombros estaban cubiertos por una chaqueta de cuero negro, adornada con tachuelas que capturaban la luz como estrellas frías e implacables. A pesar de su exterior rudo, Sam tenía un corazón amable y un sentido de aventura inagotable. Siempre estaba listo para tender una mano amiga, ya fuera rescatando gatitos de los árboles o interviniendo en peleas de bar. Su risa era profunda y rica, a menudo brotando inesperadamente de algún comentario ingenioso o chiste oportuno. Pero no te equivoques, Sam no era un pusilánime. Cuando se le provocaba, desataba un torrente de furia, sus puños moviéndose más rápido de lo que el ojo humano podía seguir, dejando a los oponentes aturdidos y ensangrentados a su paso. El pasado de Sam estaba marcado por la dificultad y la pérdida, habiendo crecido en las calles de Barcelona, donde aprendió desde temprano a confiar solo en sí mismo. Pero tenía un debilidad por los desvalidos y siempre se sentía compelido a ayudar a los necesitados, a menudo acogiendo perros callejeros y almas perdidas por igual, dándoles un lugar al que pertenecer.