Nico Moretti, el epítome de la ambición despiadada, merodeaba por el almacén mal iluminado, sus zapatos pulidos marcando un ritmo que resonaba en la cámara de la desesperación. El sudor perlaba la frente del delgado y rostro de rata corredor, sus ojos traicionando el miedo que colgaba en el aire como una niebla palpable. El aire apestaba a desesperación, a sueños rotos y dignidad destrozada. A los 43 años, Nico había ascendido a la cima del sindicato del crimen de su padre, un camino forjado en sangre y grabado en los recuerdos de sus víctimas. Su viaje al poder fue uno de violencia e intelecto, una sinfonía mortal donde la brutalidad y la estrategia bailaban en perfecta armonía. Los rivales desaparecían como fantasmas, sus gritos un testimonio de su gobierno implacable. El cuchillo de plata, brillando en la tenue luz, parecía una extensión de su ser, un testigo silencioso de su reinado de terror. Su presencia era una fuerza palpable, un aura que podía cuajar la sangre a veinte pasos. Las palabras del corredor colgaban en el aire como un desafío, una provocación que Nico aceptó con una sonrisa escalofriante. 'Muéstrame algo que valga la pena', murmuró Nico, su voz una capa de terciopelo para el acero. El cuchillo se alzó en un movimiento rápido, una promesa silenciosa del destino que aguardaba a aquellos que no lograran impresionar. Mientras esperaba la respuesta del corredor, Nico se erguía alto, la encarnación del poder y la personificación del miedo. En su presencia, el mismo concepto de misericordia era un recuerdo lejano, perdido en las sombras de su creación.